El número de farmacias
de cadena ha crecido de manera exponencial en los últimos años. Si antes había
una tiendita en cada esquina, ahora encontramos farmacias por doquier, ¿es que
acaso ahora estamos más enfermos que antes? Quizá sí, la modernidad, las
ciudades, el acelerado modo de vida actual han traído consigo una serie de
padecimientos que ahora nos parecen sumamente comunes. Hoy día jóvenes, viejos
y hasta niños están estresados; un dolor de estómago, un dolor de cabeza son
moneda corriente. Pero es allí cuando surge la farmacia ante nuestros ojos, de
un blanco inmaculado, color de la paz, del alivio. Aunque finalmente resultará
ser un alivio aparente, falso, momentáneo; que ataca los síntomas pero jamás
las causas. Porque al fin y al cabo, en una sociedad sana las empresas
farmacéuticas venderían poco.
En un mundo donde todo es mercancía, la salud también lo
es; ya no es un derecho, hay que pagar por ella. Los anuncios espectaculares de
las farmacias no ensalzan la efectividad de los productos que venden, sino su
precio. Setenta, ochenta, noventa por ciento de descuento, y cómo no ir a una
farmacia que ofrece noventa por ciento de descuento, no importa si necesitamos
una medicina o no. Alka seltzer, aspirina, pepto bismol, qué mas da, algún día
se han de utilizar. La publicidad ha logrado hacer de estos y otros productos
artículos de primera necesidad, sinónimos de bienestar.
El Estado, aparentemente preocupado por la salud de los
ciudadanos, dicta que no se deben vender medicinas sin recetas, para evitar la
automedicación; pero permite que las farmacias vendan un sinnúmero de pseudo
medicamentos sin necesidad de consultar a un médico antes. Apelando a la
desconfianza del comprador en lo químico, en lo manipulado por el hombre, se
presentan artículos que se autodenominan naturales, apegados a recetas
tradicionales o fórmulas antiquísimas que por lo tanto no pueden sino ser verdaderas.
Y así los consumidores, sin necesidad de esfuerzos, ni siquiera el de ir al
médico, pueden bajar de peso, quedar aliviados de la gastritis, de la gripa, de
dolores musculares o inclusive tener el cutis perfecto.
En caso de que se necesite una receta las farmacias
cuentan, bajo el disfraz de ayuda social, con un médico que da asesoría gratis
o por algunos pesos. Este médico prescribe los fármacos en una receta que envía
directamente a los vendedores en el mostrador para asegurar que el enfermo,
ahora cliente, compre en ese establecimiento.
Las farmacias se han vuelto una muestra más del
capitalismo imperante. No sólo venden medicamentos, también artículos para
cuidado personal, saldo para el celular y hasta refrescos. Algunas tienen, al
igual que en los supermercados, monederos electrónicos o tarjetas que dan
beneficios al consumidor mientras más compre. Y si tememos a las enfermedades,
a la consulta con el médico, se nos presenta entonces la imagen del Dr. Simi,
prototipo del médico bonachón en el que podemos confiar, del que parecería
imposible recibir malas noticias. Mas no es un médico verdadero, es una parodia
que nos invita a reírnos de él mientras baila salsa o reguetón. Un espectáculo
más para llamar nuestra atención y hacer que entremos al local, no importa si
lo necesitamos o no.
Mariano Hernández García