lunes, 9 de diciembre de 2013

¿Por qué es tan feliz la cajita feliz?



Millones de personas alrededor del mundo comen en McDonald's diariamente. Un porcentaje importante de sus clientes son los niños: una parte de su menú está específicamente dirigida a ellos e incluso han desarrollado personajes mascota al puro estilo Disney.

Si intentamos relacionar a los niños con McDonald's, es inevitable pensar en la llamada cajita feliz ¿Qué es la cajita feliz? El solo nombre no nos habla más que de una caja que es feliz; un sustantivo y un adjetivo. Pero el sentido no se agota en el mero nivel referencial: una caja, por definición debe contener algo en su interior, y en este interior entra en juego el adjetivo "feliz". Se trata de una caja roja con asas amarillas, los colores del restaurante, y en su interior contiene diversos alimentos "felices", opuestos al brócoli y demás verduras tristes detestadas por los niños: el cliente puede escoger entre una hamburguesa o unos nuggets de pollo, acompañados de papas fritas, un refresco y un postre. Pero el componente más importante de este producto es el juguete. El juguete es el elemento más feliz y los niños no serían tan felices, y puede que nada felices, si éste no existiera.

¿Qué implica entonces la cajita feliz? Más que nada la idea de felicidad: el fin de este producto, y en cierto sentido de toda la marca, es hacer felices a sus clientes. De esta manera, McDonald's configura una asociación entre sus productos y la felicidad. Pero la cosa no termina ahí. El sociólogo norteamericano George Ritzer ha propuesto que la sociedad actual repite los mismos principios que rigen a los restaurantes McDonald's. Así pues, la marca no sólo asocia las mercancías que ofrece con la felicidad, sino que, a la vez, ofrece una cierta versión de este sentimiento ¿Cómo logra esto? Ritzer expone cuatro principios que rigen la organización de un McDonald's: eficiencia, lograr una meta lo más rápido posible; cálculo, la cantidad importa más que la calidad; previsibilidad, es decir, el poder de controlar una respuesta; y control sobre las necesidades de los clientes.
 

¿Qué nos ofrece entonces la Cajita feliz? Una felicidad Mcdonalizada, caracterizada por esos cuatro principios: 1) eficiencia, pues obtenemos felicidad rápidamente, 2) cálculo, pues podemos ser felices cuántas veces queramos, 3) previsibilidad, compramos la cajita porque nos hace felices, y 4) control; si queremos ser felices debemos comprarla. En conclusión, la felicidad es una mercancía más que puede ser producida en serie, como la propia cajita y sus componentes, que nos enseñan cómo ser felices desde que somos niños.



Rafael Herrera Jiménez

miércoles, 4 de diciembre de 2013

El retorno de lo vello


Recuerdo que en mis días de adolescencia, aproximadamente en la secundaria, para gente de mi edad tener vello facial (sobre todo bigote, pues la barba requiere de más tiempo) era algo simplemente mal visto. En los estratos de la clase media-alta, en los cuales me crié, el bigote, aunque fuera tan sólo la sombra de él, te hacía ser algo parecido a un “indio”, te colocaba automáticamente al lado de esa parte de la sociedad, tan mal vista por las “buenas consciencias”. No había duda que esa tan pequeña zona ligeramente poblada de vello creaba en la mente de aquellas juventudes una semejanza con una clase social trabajadora del campo, arreadora de tierra y cosechadora; de cara tostada y mano llagada, tan sucia para esas mentes clasemedieras, tan indignas de compartir su mismo espacio.

 ¿Cómo sucedía esta transmutación de un sector de la sociedad a otra en forma tan instantánea? No lo sabía a ciencia cierta, tal vez los antiguos cánones del “galán mexicano” habían sido desplazados, tal vez el arquetipo del macho en ese entonces era aquél de figura más fina, más refinada y pulcra, o tal vez la moda (como la vida) estaba siguiendo su curso natural y se encontraba en la parte más baja de la rueda de la fortuna, esperando llegar de nuevo a la cima. Sin embargo algo sí estaba claro, el bigote era razón de segregación.


Sin embargo, de un tiempo a acá, el bigote ya no es una razón de ser excluido de la sociedad, o al menos de cierto sector de la sociedad. Y no sólo eso, sino que el bigote y la barba, el vello facial en su totalidad es algo que (al parecer) causa admiración, es causa de conmoción y es bien visto, bienvenido y aceptado. En experiencia personal, el vello facial es incluso una razón por la cual la gente se te acerca, te da dos o tres palmaditas efusivas en la espalda y te felicita: “¡Qué buen mostacho traes ,papá!”.

Pero el vello facial no es solamente algo por lo cual sentirse apreciado y congratulado. El vello facial aporta cualidades al poseedor. Cualidades de masculinidad. Así como el que es capaz de desarrollar un vello facial digno de ser admirado se posiciona en un escalón más alto que los demás; tanto el que no lo posee, como el que lo intenta, pero no lo logra por completo, son víctimas de una desvirtualización, de una automática pérdida de masculinidad en comparación con el hombre, el verdadero hombre que sí logra desarrollarlo en su totalidad.

Aunque no es la misma burla recibida por el que lo tiene “mal”, que la que recibe el que no lo tiene. El que no logra cubrir por completo la zona “destinada” al vello facial, llega a ser destinatario de adjetivos que lo convierten en un niño, en un infante que no logra desarrollar por completo el vello facial; así como puede ser relacionado con figuras como Cantinflas, por su distintiva distribución de vello.

Ahora, la persona que por desgracia (porque, al parecer, cuando no tiene barba es algo natural, pero cuando la tiene es cuestión de arduo trabajo) y por decisión de la genética simplemente no desarrolla ningún atisbo de barba o  bigote, es receptáculo de atributos que van desde la feminidad, la homosexualidad, hasta tener “piel de bebé”. Porque, como hemos dicho, el bigote es eso: símbolo de autoridad, de masculinidad, de hombría.


 Rodrigo Palomino

jueves, 28 de noviembre de 2013

El TRIángulo de México 86


Chiquitibum ala bim bom ba, chiquitibum ala bim bom ba, ala bio ala bao ala bim bom ba, México, México, ra ra ra.


Muchos televidentes recordarán que en 1986, año en el que México fue sede del Mundial de futbol por segunda vez, se transmitía un comercial que llegó a ser muy popular. Éste se conformaba de imágenes que aludían a la tribuna que presencia los partidos, a la marca de cerveza Carta Blanca y a una mujer muy singular. De manera que el comercial giraba en torno a aquello que involucraba al público que ve los encuentros (el que no juega propiamente en la cancha y el que está compuesto por la mayoría). Podríamos decir que dentro del ámbito del Mundial la tribuna es un terreno aparte, ésta se consolida en un espacio determinado del cual se apropia. Aunque la tribuna no es ajena al evento deportivo, sí busca aislarse en su misma espacialidad, es así como construye sus propios juegos los cuales son en ocasiones más enajenantes que el propio partido de los 45 minutos.
  
Bien lo decía el comercial: “Este campeonato lo vamos a disfrutar”. Finalmente de eso se trata, de disfrutar. El público de los partidos de futbol a toda costa busca el disfrute y por eso crea sus propios juegos. Ante la incertidumbre de no saber si el equipo que apoya ganará o mejor dicho ante la certidumbre de saber que su equipo va a perder decide apartarse y construir juegos alternos de los que disfruta y que le sirven de consuelo cuando su equipo no gana. Es aquí donde las porras, las olas y demás invenciones tienen un papel esencial; la porra es un elemento importante dentro del comercial al que hago alusión.

Chiquitibum ala bim bom ba es el inicio de una porra, la cual como todas las de su especie hace que el individuo de la tribuna se pierda entre la voz colectiva, el individuo se siente apoyado y “apoya”; está tranquilo porque mientras lo hace su identidad no es revelada. Asimismo la porra promueve una empatía entre los seres reunidos, aunque no basada en el empeño de conocer al otro. Dentro de la porra nadie busca conocer a nadie porque lo que está de por medio no son los individuos y sus personalidades, sino la colectividad y su voz.

Otro elemento importante del comercial es la cerveza, de hecho el anuncio televisivo lo que buscaba era promocionar una marca de cerveza en particular. Pero independientemente de esto hay que notar que el comercial tiene como base la promoción de una bebida alcohólica que parece tener un lugar importante en el contexto deportivo y más explícitamente en el contexto de la tribuna. En este caso la cerveza y su poder están nuevamente dentro del ámbito de lo colectivo porque es dentro de éste en donde más se siente el efecto enajenante de la bebida. La cerveza es el desinhibidor por excelencia, quien la toma en su mano y la empina le está comunicando al otro que ha aceptado desinhibirse. Por ello no es gratuito que en el anuncio la imagen de esta bebida aparezca en un ambiente de euforia, de gritos, de risas y de porra, éste es el momento exacto de la reunión y la desinhibición. El poder de la cerveza gira alrededor de estas dos expectativas.

A la imagen de esa tribuna que pronuncia el chiquitibum y que se “alimenta” de cerveza se incorpora la figura de una mujer a la que antes he llamado singular porque dentro del público se distingue perfectamente. Ella aparece moviéndose al compás de la porra, compás que ella misma inaugura. A pesar de que sus labios parecen pronunciar la porra, no está apoyando el juego con su voz; en realidad ella “apoya” únicamente con su cuerpo. La mujer es muda, así que todo lo comunica con sus movimientos corporales. Por lo tanto sus labios no son sirvientes de la voz que emerge de ellos sino del cuerpo mismo al que pertenecen. De manera que tanto su boca como su pecho, su cintura y caderas han de ser dimensionados exclusivamente como movimiento. Cabe mencionar que dentro de estos focos corporales el pecho fue el que más impactó a varios de los televidentes; en el comercial la mujer se mueve y junto con ella se agita su pecho. El pecho suele concebirse como una de las partes más enigmáticas de la mujer que sobresale por su forma, por su volumen. Pero en este caso lo que es más significativo es que se trata de un elemento corporal sobresaliente y cubierto al mismo tiempo; es la parte que se muestra si mostrarse. El pecho se mueve al compás del ritmo de la porra, abierta y discretamente. No fue gratuito que el chiquitibum se concibiera como el ritmo del mundial, ese ritmo es el encarnado por esta mujer, a la que desde entonces han llamado la chiquitibum porque su poder se le equipara con el de la porra ya que también promueve el disfrute y enajena. Lo cierto es que ella puede prevalecer en la mente sin necesitar la presencia de la voz.


Podemos decir entonces que son tres los ejes que sobresalen en este comercial: la porra, la mujer y la cerveza, y podríamos añadir un cuarto elemento, la tribuna o el público, que es el que funge como el fondo donde operan los ejes. En un inicio también podemos concebir a estos ejes como los tres mitos que configuran una unidad, así el mito del chiquitibum (la porra del mundial), el mito de la chiquitibum (la mujer del mundial) y el mito de Carta Blanca (la cerveza del mundial) pueden colocarse a su vez como los ejes de un triángulo: porra, mujer y cerveza conformarían entonces la triada perfecta, la triada del mundial. Pero todos éstos con un común denominador, el cual es la construcción de un campo alterno de disfrute dentro del mismo evento deportivo.

Elsy Rodíguez

miércoles, 16 de octubre de 2013

Happy ever after


Desde mi ventana en un tercer piso observo el espectacular de una novia sexy que encara con rostro de fiera al futuro. El mito “y vivieron felices para siempre” se construye gracias a una sociedad ávida de consumo y certezas. Si escriben en google: ¿Cuándo se institucionalizó el matrimonio? La calificada como mejor respuesta, al fin y al cabo, la más leída y sobre la cuál valdría la pena hacer todo un ensayo, es la escrita por Miss Peggy, la cuál, copio a continuación (con todo y errores ortográficos si se me permite, aun más, la ironía):

“El matrimonio lo invento nuestro señor Jesucristo, pero el hombre tiene una idea erronea de lo que es el matrimonio la verdad es que el matrimonio fue creado para no vivir en pecado para estar mas cerca de la felicidad y en armonia con Dios pero el humano ah decidido vivir en union libre por miedo a fracasos y otras veces por falta de fe. El sexo fuera del matrimonio en si no es nada comparado con lo que Dios quiere que sea. Jesus dijo casense conforme a la leyes del hombre el no pide que nos casemos por la iglesia pero si por lo que a nosotros llamamos lo civil. No por que nos importe mucho lo que diga la gente si no para que el mundo sepa que dos personas que se aman se han unido y para cumplir la regla que Dios impuso y los pecados cometidos como tener sexo antes del matrimonio seran perdonados.”

Todas las novias son bonitas, se dice por ahí, porque todas están brillando con la promesa del amor eterno, la paciencia eterna, el deseo eterno. Sólo que el deseo es un eterno presente que, una vez satisfecho, desconoce a lo que se ha tragado. Y una vez que los anillos están colocados, el sí está dicho y los novios se han dado el primer beso de amor, cae el sombrero charro sobre la cámara, comienza el fade out y un letrero nos despide con un apacible y prometedor: “Y vivieron por siempre felices”.

El mito “ils vécurent heureux et eurent beaucoup d'enfants” (traducción en francés que incluye a la afortunada progenie del feliz encuentro) es un cosquilleo que inicia a muy temprana edad. De la Skipper se evoluciona a la Barbie novia y, felizmente, a la Barbie embarazada (una muñeca que tiene un bebé a pesar de no tener vagina, cuyo vientre se abre en puertas para dejar pasar a la cigüeña). También se juega con un carrito de súper, o un set de limpieza del hogar y, ya entradas en responsabilidades, con un bebé que babea y hasta hace pipí.

Sin duda lo que más se asentó en mi imaginario happy ever after fueron las películas de Walt Disney, con sus princesas dispuestas a morir por la promesa de un amor verdadero. Recuerdo a Ariel sentada en una roca observando desde lejos a Erick, su torso de quinceañera y su cola de pez enmarcados por las olas de un mar enardecido de pasión, mientra ella entregada canta: “por ti vendré”.  Ariel decide a toda costa regresar por el hombre al que sólo ha visto una vez. Después de muchos años de soñar con ese rapto de entrega, me doy cuenta de que la voz propia es un precio demasiado alto para recibir a cambio el tan universal “y vivieron por siempre felices y comieron perdices”.

Con todo y lo que acabo de decir, quiero confesar que siempre he tenido ganas de probarme un vestido de novia. Supongo que es un resabio de mi infancia en la que, muchísimas veces, jugué a casarme. El vestido sintetiza el contrato que se lleva a cabo cuando un hombre y una mujer se casan. Es un vestido blanco, porque la mujer es pura y, sobre todo, virginal, prenda reservada para su marido pues sólo se usa una vez, durante la ceremonia en la que ella se entrega a él.

El mito de happy ever after se ampara en otro gran mito: el de la media naranja, aquella persona que nos complementa a la perfección. Así pues, ni la mujer (ni el hombre) tienen que buscar más allá de ese primer gran amor, porque no es posible que una media naranja se equivoque al ver a su igual.

Para asegurar la virginidad de una mujer está su padre, quien la entrega al marido incorrupta e inocente con el fin de asegurar la descendencia de ambas familias. El vestido de novia sexy del espectacular que se asoma por mi ventana sólo cobra su verdadero significado cuando se acompaña de la sábana blanca que todavía en muchas culturas se muestra manchada de sangre a los invitados. Entre los gitanos, existe un oficio para legitimar la virginidad de la novia. La ajuntaora es esa señora que entra a un cuarto rodeada por todas las mujeres en donde la novia gitana (vestida con oro y plata, eso sí) la espera con las piernas abiertas para que con una aguja (esterilizada, eso también) le rompa el himen. La ajuntaora procede a manchar con esa sangre un pañuelo que mostrará a la enardecida concurrencia masculina.

Tenemos tanto miedo a reconocer nuestra sexualidad (tan variada y libre como en esencia es) porque entonces desconoceríamos los valores que hasta ahora nos han controlado. ¿Por qué el control? ¿Qué existe más allá? ¿Qué sucede si las mujeres dejamos de ser objetos de consumo y nos convertimos en sujetos de amor?  

“Casarse es necesario” me dijo un extraño que venía sentado junto a mí en el autobús. Todavía se pueden encontrar muchas mujeres que sueñan con el momento en el que algún hombre gallardo, de anchos bolsillos y escaso carácter se comprometerá a “cuidarla” para siempre, aunque me gusta pensar que son una raza en peligro de extinción.

Oriana Jiménez






jueves, 21 de marzo de 2013

Farmacias de cadena

 
El número de farmacias de cadena ha crecido de manera exponencial en los últimos años. Si antes había una tiendita en cada esquina, ahora encontramos farmacias por doquier, ¿es que acaso ahora estamos más enfermos que antes? Quizá sí, la modernidad, las ciudades, el acelerado modo de vida actual han traído consigo una serie de padecimientos que ahora nos parecen sumamente comunes. Hoy día jóvenes, viejos y hasta niños están estresados; un dolor de estómago, un dolor de cabeza son moneda corriente. Pero es allí cuando surge la farmacia ante nuestros ojos, de un blanco inmaculado, color de la paz, del alivio. Aunque finalmente resultará ser un alivio aparente, falso, momentáneo; que ataca los síntomas pero jamás las causas. Porque al fin y al cabo, en una sociedad sana las empresas farmacéuticas venderían poco.

En un mundo donde todo es mercancía, la salud también lo es; ya no es un derecho, hay que pagar por ella. Los anuncios espectaculares de las farmacias no ensalzan la efectividad de los productos que venden, sino su precio. Setenta, ochenta, noventa por ciento de descuento, y cómo no ir a una farmacia que ofrece noventa por ciento de descuento, no importa si necesitamos una medicina o no. Alka seltzer, aspirina, pepto bismol, qué mas da, algún día se han de utilizar. La publicidad ha logrado hacer de estos y otros productos artículos de primera necesidad, sinónimos de bienestar.

El Estado, aparentemente preocupado por la salud de los ciudadanos, dicta que no se deben vender medicinas sin recetas, para evitar la automedicación; pero permite que las farmacias vendan un sinnúmero de pseudo medicamentos sin necesidad de consultar a un médico antes. Apelando a la desconfianza del comprador en lo químico, en lo manipulado por el hombre, se presentan artículos que se autodenominan naturales, apegados a recetas tradicionales o fórmulas antiquísimas que por lo tanto no pueden sino ser verdaderas. Y así los consumidores, sin necesidad de esfuerzos, ni siquiera el de ir al médico, pueden bajar de peso, quedar aliviados de la gastritis, de la gripa, de dolores musculares o inclusive tener el cutis perfecto.
             
En caso de que se necesite una receta las farmacias cuentan, bajo el disfraz de ayuda social, con un médico que da asesoría gratis o por algunos pesos. Este médico prescribe los fármacos en una receta que envía directamente a los vendedores en el mostrador para asegurar que el enfermo, ahora cliente, compre en ese establecimiento.
            
 Las farmacias se han vuelto una muestra más del capitalismo imperante. No sólo venden medicamentos, también artículos para cuidado personal, saldo para el celular y hasta refrescos. Algunas tienen, al igual que en los supermercados, monederos electrónicos o tarjetas que dan beneficios al consumidor mientras más compre. Y si tememos a las enfermedades, a la consulta con el médico, se nos presenta entonces la imagen del Dr. Simi, prototipo del médico bonachón en el que podemos confiar, del que parecería imposible recibir malas noticias. Mas no es un médico verdadero, es una parodia que nos invita a reírnos de él mientras baila salsa o reguetón. Un espectáculo más para llamar nuestra atención y hacer que entremos al local, no importa si lo necesitamos o no.

 Mariano Hernández García


 

miércoles, 20 de febrero de 2013

Miércoles, día sagrado


Símbolo de la modernidad son los supermercados. Si bien es cierto que aún muchos mexicanos compran sus víveres en mercados y tianguis, los tiempos han cambiado, las grandes aglomeraciones de personas comprando comestibles no se arremolinan ya en el mercado Tlatelolco como lo describía Bernal Díaz del Castillo; ahora, en el siglo XXI, saturamos los pasillos de frutas y verduras de la Comer. Efectivamente, digo saturamos porque, aunque yo no soy una “experta”, también he aprovechado sus grandes ofertas.

Semana a semana miles de amas de casa esperan fervorosamente la llegada del día más especial; ¿el domingo?, para nada,  el miércoles es el nuevo día santo. Efectivamente, el miércoles de plaza es aquel día en que se presentan milagros que se multiplican por toda la República (excepto en Baja California, ya que ahí ocurre veinticuatro horas antes, el martes); precios tan bajos que permiten que la "reina del hogar" se dé un gustito con lo que ahorra.

Día milagroso es el miércoles, fecha en la que la cadena mexicana de autoservicios, cual dios omnipotente, es capaz de reducir los costos de los comestibles  —que dicho sea de paso, se elevan día a día gracias a la alza en los combustibles, el bajo rendimiento de las cosechas, las heladas y las sequías, la inflación, etcétera—,  a pocos pesos con noventa centavos.

Así pues, la sandía cuesta tan sólo $5.90, el aguacate $19.90, la naranja 8.90, la calabaza de Castilla (actualmente es verdura de temporada) 8.90 el kilo. Si el pelícano naranja es benevolente y misericordioso, tras llegar a un lucrativo convenio con los desesperados productores que le ofrecen su mercancía en consignación, tal vez me  encuentre mañana el elote a 90 centavos la pieza.

El llamado a participar de este día de regocijo y ahorros se transmite, al igual que ocurriera hace miles de años con la palabra de Dios, a través de un profeta. En este caso, Jackie Bracamontes, con su angelical sonrisa, exhorta durante los segmentos comerciales de telenovelas y noticieros a las "expertas" a acudir al día siguiente a comprar en la Comer. Palabras sacramentales salen de su boca: "la mejor calidad, al mejor precio". Lo mejor de su mensaje, quienes tienen la razón, ante todo y por todo, son las expertas.

Empujones, rebatingas, carritos que se desbordan de mercancías a lo largo de interminables filas, centavos ahorrados y otros acumulados en el monedero naranja constituyen la postal que retrata este día mágico. ¡Viva el miércoles santo!, perdón, era Miércoles de plaza.

Javier Soto Ortega


miércoles, 29 de febrero de 2012

Libertad es comodidad

El carácter cíclico de la vida humana lo podemos ver claramente en un objeto de cuidado personal: los pañales desechables. Nacemos y morimos usando un pañal. Esto último no es riguroso, pero sí muy probable, más si somos recluidos en un asilo con estrictas normas de higiene y represión. Lo que en el anciano es incontinencia por exceso de experiencia, en el bebé es todo lo contrario. Su inexperiencia se encara con un mundo en el cual los límites entre el adentro y el afuera están muy bien delimitados: lo que va de afuera hacia adentro se considera un placer; mientras que lo que hace el viaje inverso, de adentro hacia afuera, es un desecho indeseable. Proceso inevitable de una máquina imperfecta como el cuerpo humano. Los pañales desechables aparecen en los primeros años de la vida como la solución adecuada a este inconveniente; más tarde serán sustituidos por el inodoro, objeto que merece un tratamiento aparte, pero que obedece a una lógica de la higiene más o menos parecida a la de los pañales desechables. La higiene se nos ofrece como una forma de vida y en realidad no es más que productos específicos puestos a la venta. La aséptica sociedad occidental enjabona y enjuaga cualquier suciedad: la mugre viaja con el agua a través de tuberías por debajo de la mesa en la que estamos comiendo hasta llegar a una planta sanitizante donde será dispuesta para su reutilización. Pero los pañales desechables, por definición, no pueden ser jamás reutilizables ni tampoco reciclables. Estas deficiencias son sustituidas por una característica más valorada aún que la higiene: la comodidad. En contraste con los pañales de tela que fueron por siglos la manera tradicional de lidiar con la incontinencia de los recién nacidos, los pañales desechables tienen la ventaja de no tener que ser lavados. El proceso se simplifica al mínimo: el bebé hace lo inevitable, el desecho es atrapado por el pañal, el pañal es retirado y envuelto por la madre mediante una maniobra de ocultamiento que ha sustituido al rítmico movimiento de sus brazos mojados sobre el lavadero. Ese nuevo desecho ya no es pañal ni excremento, sino un híbrido amenazante debido, primeramente, a la perpetuidad material del plástico del pañal y, después, a la pestilente sustancia que esa eternidad protege. La comodidad, pese a esto, o más bien gracias a esto, permanece inalterable. La madre obtiene comodidad porque ahorra tiempo que puede usar, nos dicen los anuncios comerciales, para hacer con su bebé actividades mucho más importantes que lavar a mano sus sucios pañales.

Además, los pañales desechables valen más que cualquier discurso feminista: son ellos, los pañales, la verdadera llave de la liberación de la mujer. Gracias a ellos, las madres y amas de casas que también son profesionistas en potencia, podrán liberarse del yugo del lavadero y, de la mano con otra herramienta sumamente emancipadora, la lavadora automática, se encaminaran hacia la realización de todas sus posibilidades. Si el precio que hay que pagar es el de millones de imperecederos pañales sucios, sin duda hay que aceptarlo. ¿Pues que no es evidente que, en nuestros días, la comodidad es el camino hacia la libertad? En años más recientes, estos beneficios han dejado de limitarse a la madre y se ha extendido al mismísimo portador del pañal. Paradójicamente olvidado por muchos años, la libertad del bebé ha sido reivindicada mediante ese trozo de plástico que le cubre la parte media de su cuerpo. El pañal le provee de absoluta libertad de movimiento. Si el bebé camina, corre y salta es porque usa la marca de desechables que le permite hacerlo. En el intermedio que separa el momento en que nos ponen pañales por incontinencia ingenua al que los usamos por incontinencia senil, podemos sustituir la libertad de movimiento que nos proveían los pañales con otras cosas. Un convertible de lujo, por ejemplo.
Grecia Monroy Sánchez