miércoles, 29 de febrero de 2012

Libertad es comodidad

El carácter cíclico de la vida humana lo podemos ver claramente en un objeto de cuidado personal: los pañales desechables. Nacemos y morimos usando un pañal. Esto último no es riguroso, pero sí muy probable, más si somos recluidos en un asilo con estrictas normas de higiene y represión. Lo que en el anciano es incontinencia por exceso de experiencia, en el bebé es todo lo contrario. Su inexperiencia se encara con un mundo en el cual los límites entre el adentro y el afuera están muy bien delimitados: lo que va de afuera hacia adentro se considera un placer; mientras que lo que hace el viaje inverso, de adentro hacia afuera, es un desecho indeseable. Proceso inevitable de una máquina imperfecta como el cuerpo humano. Los pañales desechables aparecen en los primeros años de la vida como la solución adecuada a este inconveniente; más tarde serán sustituidos por el inodoro, objeto que merece un tratamiento aparte, pero que obedece a una lógica de la higiene más o menos parecida a la de los pañales desechables. La higiene se nos ofrece como una forma de vida y en realidad no es más que productos específicos puestos a la venta. La aséptica sociedad occidental enjabona y enjuaga cualquier suciedad: la mugre viaja con el agua a través de tuberías por debajo de la mesa en la que estamos comiendo hasta llegar a una planta sanitizante donde será dispuesta para su reutilización. Pero los pañales desechables, por definición, no pueden ser jamás reutilizables ni tampoco reciclables. Estas deficiencias son sustituidas por una característica más valorada aún que la higiene: la comodidad. En contraste con los pañales de tela que fueron por siglos la manera tradicional de lidiar con la incontinencia de los recién nacidos, los pañales desechables tienen la ventaja de no tener que ser lavados. El proceso se simplifica al mínimo: el bebé hace lo inevitable, el desecho es atrapado por el pañal, el pañal es retirado y envuelto por la madre mediante una maniobra de ocultamiento que ha sustituido al rítmico movimiento de sus brazos mojados sobre el lavadero. Ese nuevo desecho ya no es pañal ni excremento, sino un híbrido amenazante debido, primeramente, a la perpetuidad material del plástico del pañal y, después, a la pestilente sustancia que esa eternidad protege. La comodidad, pese a esto, o más bien gracias a esto, permanece inalterable. La madre obtiene comodidad porque ahorra tiempo que puede usar, nos dicen los anuncios comerciales, para hacer con su bebé actividades mucho más importantes que lavar a mano sus sucios pañales.

Además, los pañales desechables valen más que cualquier discurso feminista: son ellos, los pañales, la verdadera llave de la liberación de la mujer. Gracias a ellos, las madres y amas de casas que también son profesionistas en potencia, podrán liberarse del yugo del lavadero y, de la mano con otra herramienta sumamente emancipadora, la lavadora automática, se encaminaran hacia la realización de todas sus posibilidades. Si el precio que hay que pagar es el de millones de imperecederos pañales sucios, sin duda hay que aceptarlo. ¿Pues que no es evidente que, en nuestros días, la comodidad es el camino hacia la libertad? En años más recientes, estos beneficios han dejado de limitarse a la madre y se ha extendido al mismísimo portador del pañal. Paradójicamente olvidado por muchos años, la libertad del bebé ha sido reivindicada mediante ese trozo de plástico que le cubre la parte media de su cuerpo. El pañal le provee de absoluta libertad de movimiento. Si el bebé camina, corre y salta es porque usa la marca de desechables que le permite hacerlo. En el intermedio que separa el momento en que nos ponen pañales por incontinencia ingenua al que los usamos por incontinencia senil, podemos sustituir la libertad de movimiento que nos proveían los pañales con otras cosas. Un convertible de lujo, por ejemplo.
Grecia Monroy Sánchez



miércoles, 8 de febrero de 2012

Danza folklórica o el venado ruso

 Un hombre con el torso desnudo se suspende en el aire. Lo corona una cabeza de venado y parece que muere. Está en agonía. Dos sonajas penden de sus manos. Esto, más o menos, es lo que aparece en uno de los carteles del Ballet Folklórico de México. En principio, recordemos que la Danza del venado, como muchas otras denominadas folklóricas, proviene de la tradición indígena, de un ritual de cacería, para ser exactos. Sin embargo, la imagen utilizada como estandarte del Ballet ilustra no solo el prototipo de ejecutante de danza mexicana, sino también una idea de nación que oscila entre la inclusión y la exclusión. En realidad la danza ligada al ritual (como la del venado o la de los Quetzales) dista mucho de la ejecutada por los cuerpos de ballet contemporáneos. Estos, altamente estilizados, responden más bien al requerimiento de un proyecto nacional que ya podemos considerar como antiguo. El cuerpo del danzate cumple con los requisitos de agilidad y esbeltez propios del venado que se desea representar, sin embargo, ese cuerpo no es el cuerpo de un hombre yaqui o mayo, no es el cuerpo de un venado luchando contra la muerte. El cuerpo que se exhibe es el relleno de un símbolo que ha sido vaciado. En el Ballet Folklórico de México el venado es blanco, occidental y muere con técnica de ballet ruso. Así, la integración de actividades como la danza, la música o incluso la comida propias de las regiones autóctonas tiene que ver con un proceso de construcción de identidad en el cual se usurpa una voz, un cuerpo o un sabor y se integra del nivel marginal a uno de índole popular y nacional. Si nos acercamos y observamos aquello a lo que llamamos mexicanidad y que creemos nos identifica como nación, encontraremos que quizá los rasgos más relevantes o representativos tienen su origen en lo indígena y lo único que se ha hecho es suplantar a los actantes primigenios. México se construyó a partir de la usurpación de lo prehispánico. Al secuestrar la voz, el movimiento y el cuerpo indígena no solo se priva de su alteridad, también se violenta, se calla y se amarra su posibilidad de expresión propia. Resulta paradójico, a la vez que cruel, que lo mexicano sea justo aquello que intentamos eliminar y que vemos como un lastre, aquello que no se reconoce y es marginado. El Ballet Folklórico de México toma las armas de la danza indígena para asesinarla, o al menos, herirla. Sin esas armas, no hay posibilidad de defensa. Ocurre lo mismo con la música. 

Compositores como Blas Galindo, Silvestre Revueltas, José Pablo Moncayo o Carlos Chávez, además de realizar extraordinarias obras musicales, indiscutibles en su sentido estético, también suplantan el sonido indígena. Los Sones de mariachi, La noche de los mayas, el Huapango o la Sinfonía india, obras de estos compositores, tienen su origen en las melodías de la tradición indígena que fueron vertidas en notación pentagramática y orquestal. La usurpación va más allá en el momento en que los danzantes de estirpe rusa o los músicos de abolengo vienés utilizan capullos de mariposa más exuberantes, sonajas más grandes, o cabezas de venado mejor conservadas, los unos, o instrumentos de percusión bien afinados, caracoles magnánimos, teponaztli y huehuetl, los otros. Poco que ver con la austeridad de la vestimenta o la instrumentación indígena original. No desmerece, desde luego, la calidad artística de nadie (el ballet todo el tiempo ha tomado danzas del folklor para incorporarlas a su sistema; el propio Chopin usó las mazurcas polacas y las reinventó), sin embargo hace falta pensar en lo que está detrás de la zapatilla de ballet o del arco del violín. En México, detrás del venado estilizado que lucha contra la muerte hay un venado que ya fue muerto con sus propias armas. En México, al venado indígena le ataron las patas y no lo dejaron bailar su agonía. Aun así, cuánto orgullo experimentamos cuando suena el Huapango o vemos la Danza del venado, y con ese orgullo dejamos a quienes nos heredaron esas manifestaciones en la ignominia y la discriminación. Somos los que mandan a sus abuelos al sótano porque nos avergüenzan, pero arriba, en la estancia, donde todos nos ven, con el orgullo exacerbado, repetimos las canciones que ellos nos enseñaron.
Ángel Vargas Castro



miércoles, 1 de febrero de 2012

La mitología desde la mitología



No tengo la certeza de que lo que pienso en este momento sea verdad, y la verdad no quisiera caer en la apariencia de ser en términos de Eco una “integrada”, pero de igual forma también me molesta un poco llamarme “apocalíptica”. Sé que mañana o pasado mañana seguiré caminando de espaldas dentro de la vida y quizás me tropiece con una roca que me haga caer dentro de ese mundo de posibilidades, para mirar al cielo o al suelo y todo cambie, otra vez. Es decir que me doy cuenta de que todo cambia y esa sería la única certeza de que estoy viva. Así pues, el objeto mitológico que elegí, sin elegirlo realmente, llegó a mí en una de esas caídas. En fin, elegí esa actividad humana que por lo menos en promedio cuarenta compañeros de mi clase realizamos esta semana: hacer mitologías. No sé en qué problema me meto al querer mitificar, o mejor, desmitificar a la misma herramienta con la que trabajo. Es muy probable que ni siquiera pueda hacerlo pues a mitad de camino ya habré terminado por machacar mi herramienta y esto será ridículo. Pero les pregunto: ¿Quién tiene la certeza de que su mitología es real? y muchos dirán: “¡Yo, yo creo que es real, es lógico!, ¿no te das cuenta?” y no hay duda, es real, así como yo ahora mismo creo que esta mitología que escribo es real, pues si no la sintiera real hubiera elegido otra cosa o estaría simplemente haciendo otra actividad.



Ahora bien, qué es lo que pasa cuando vemos hacia otros lados. Como sé que lo que voy a plantear es un poco difícil y hasta puede generar enojos u opiniones contrarias, necesitaré usar la retórica más básica contando un hecho que viví. Sí, voy a contar una historia pequeñita. Todo empezó cuando en el programa de Teoría V era preciso revisar a Roland Barthes, después la clase, después la tarea que se nos encargó. Seguramente al igual que muchos, los días posteriores, en todos lados, a determinadas horas del día (las del ocio), trataba de encontrar la mitología que quería escribir. Entonces, el sábado que fui por mi novio a su trabajo, ubicado en una de esas plazas comerciales (no importa cuál pues todas son igualitas) le dije: –la plaza entera es una mitología. Quería que me ayudara a desarrollar mi idea, así que le resumí brevemente de qué se trataba el ejercicio. –Está interesante- respondió. –Claro que sí – le repetía –es como si las personas vinieran de verdad divertirse, la plaza comercial es el prototipo del fin de semana consumista donde gastar el dinero es divertido, pero la verdad ni es divertido… es una gran mentira–. De pronto él escupió la piedra que rodaría justo frente de mí y me haría caer: –Para ti no es divertido, pero mira, la gente es feliz comprando helados. El sistema capitalista con todo y sus fallas ha logrado poner rangos de felicidad alcanzables y fáciles. La gente sólo necesita un helado para ser feliz. Y ¿acaso no venimos a ser felices? A mí me parece que en realidad no importa el medio para serlo. La diferencia entre ellos y nosotros es que ellos no critican nuestra postura, hasta nos la festejan–…apoco no tu mamá, aunque no lea, te felicita porque tú sí lees y la demás gente hasta te puede respetar. Nosotros criticamos su postura y ni se los decimos en la cara, escribimos mitologías para otras personas que escriben mitologías y obtener la felicidad nos puede costar mucho más trabajo que comer un helado– …–Es verdad– contesté.


La verdadera historia es mucho más grande, pero esto es lo fundamental y también lo que desencadenó eso “fundamental”. Es decir, de haber llegado cómodamente a la plaza comercial, terreno que ni siquiera entiendo porque si lo entendiera no lo criticaría de manera ofensiva, salí con ecos en la cabeza de risas burlonas de toda esa gente que verdaderamente reía y gritaba porque había juegos mecánicos. Aquella realidad que creí real se desmoronó rápidamente. Me sentí muy bien pues la vida cambiante pasaba lenta, engalanada frente a mí y podía verla y describirla fácilmente. Me hizo pensar en Descartes cuando dice en El discurso del método: “mi propósito no es el de enseñar aquí el método que cada cual debe seguir para guiar acertadamente su razón, sino solamente el de mostrar de qué manera he tratado de guiar la mía.” Sin embargo, parece que dijo todo lo contrario pues su método se ha vuelto ahora la Gran Mitología. En la modernidad el mundo se abrió, como señala Lukács, y aquello que ocupaba la divinidad, ahora lo ocupa la razón, pero eso no significa que haya dejado de ser una mitología. La mitología no es una mitología cuando se cree en ella, es algo real. Una mitología se vuelve mitología cuando se sabe no real. Entonces, podríamos decir que absolutamente todas las personas que habitamos este planeta vivimos en una mitología, objetivamente no sabemos qué es real ni cuál es la verdad y mucho menos cuál es el sentido de la vida. La verdad absoluta no existe en el mundo humano y la mayor prueba de ello es que existen otras verdades. Por ignorar cuál es el sentido de la vida, nos es necesario inventamos sentidos. Todos queremos hacer cosas distintas de nuestra vida, a diferencia de los animales, cuyo único sentido es la propia vida. Quiero decir que ningún sentido de vida es malo ni bueno, esos son conceptos humanos, simplemente son. Y así como nosotros realizamos mitologías de objetos, de herramientas, de otros sentidos de vida, aquellas personas que llamamos “integrados” podrían hacer mitologías de los libros o de las personas que llamamos “críticas”. Algunas cosas aún me hacen ruido pero me parece pertinente tomar a las hijas mitologías de su madre razón de la forma más neutra que se pueda. Me parecen excelentes como herramientas descriptivas.



En este momento creo que la humanidad no puede vivir sin mitologías, pero tampoco puede vivir con las mismas mitologías. Quizás ahí radique la importancia de desmitificar, en la necesidad de recrearnos y repensar nuestra realidad para finalmente creernos otra… y así, seguir con la necedad de estar vivos en el viaje empírico de la naturaleza a través del tiempo, siempre acompañados de dos leyes fundamentales: la prueba y el error. Quién sabe, quizás saberlo también sea simplemente una mitología.

Elba Jatziri López Mercado