lunes, 9 de diciembre de 2013

¿Por qué es tan feliz la cajita feliz?



Millones de personas alrededor del mundo comen en McDonald's diariamente. Un porcentaje importante de sus clientes son los niños: una parte de su menú está específicamente dirigida a ellos e incluso han desarrollado personajes mascota al puro estilo Disney.

Si intentamos relacionar a los niños con McDonald's, es inevitable pensar en la llamada cajita feliz ¿Qué es la cajita feliz? El solo nombre no nos habla más que de una caja que es feliz; un sustantivo y un adjetivo. Pero el sentido no se agota en el mero nivel referencial: una caja, por definición debe contener algo en su interior, y en este interior entra en juego el adjetivo "feliz". Se trata de una caja roja con asas amarillas, los colores del restaurante, y en su interior contiene diversos alimentos "felices", opuestos al brócoli y demás verduras tristes detestadas por los niños: el cliente puede escoger entre una hamburguesa o unos nuggets de pollo, acompañados de papas fritas, un refresco y un postre. Pero el componente más importante de este producto es el juguete. El juguete es el elemento más feliz y los niños no serían tan felices, y puede que nada felices, si éste no existiera.

¿Qué implica entonces la cajita feliz? Más que nada la idea de felicidad: el fin de este producto, y en cierto sentido de toda la marca, es hacer felices a sus clientes. De esta manera, McDonald's configura una asociación entre sus productos y la felicidad. Pero la cosa no termina ahí. El sociólogo norteamericano George Ritzer ha propuesto que la sociedad actual repite los mismos principios que rigen a los restaurantes McDonald's. Así pues, la marca no sólo asocia las mercancías que ofrece con la felicidad, sino que, a la vez, ofrece una cierta versión de este sentimiento ¿Cómo logra esto? Ritzer expone cuatro principios que rigen la organización de un McDonald's: eficiencia, lograr una meta lo más rápido posible; cálculo, la cantidad importa más que la calidad; previsibilidad, es decir, el poder de controlar una respuesta; y control sobre las necesidades de los clientes.
 

¿Qué nos ofrece entonces la Cajita feliz? Una felicidad Mcdonalizada, caracterizada por esos cuatro principios: 1) eficiencia, pues obtenemos felicidad rápidamente, 2) cálculo, pues podemos ser felices cuántas veces queramos, 3) previsibilidad, compramos la cajita porque nos hace felices, y 4) control; si queremos ser felices debemos comprarla. En conclusión, la felicidad es una mercancía más que puede ser producida en serie, como la propia cajita y sus componentes, que nos enseñan cómo ser felices desde que somos niños.



Rafael Herrera Jiménez

miércoles, 4 de diciembre de 2013

El retorno de lo vello


Recuerdo que en mis días de adolescencia, aproximadamente en la secundaria, para gente de mi edad tener vello facial (sobre todo bigote, pues la barba requiere de más tiempo) era algo simplemente mal visto. En los estratos de la clase media-alta, en los cuales me crié, el bigote, aunque fuera tan sólo la sombra de él, te hacía ser algo parecido a un “indio”, te colocaba automáticamente al lado de esa parte de la sociedad, tan mal vista por las “buenas consciencias”. No había duda que esa tan pequeña zona ligeramente poblada de vello creaba en la mente de aquellas juventudes una semejanza con una clase social trabajadora del campo, arreadora de tierra y cosechadora; de cara tostada y mano llagada, tan sucia para esas mentes clasemedieras, tan indignas de compartir su mismo espacio.

 ¿Cómo sucedía esta transmutación de un sector de la sociedad a otra en forma tan instantánea? No lo sabía a ciencia cierta, tal vez los antiguos cánones del “galán mexicano” habían sido desplazados, tal vez el arquetipo del macho en ese entonces era aquél de figura más fina, más refinada y pulcra, o tal vez la moda (como la vida) estaba siguiendo su curso natural y se encontraba en la parte más baja de la rueda de la fortuna, esperando llegar de nuevo a la cima. Sin embargo algo sí estaba claro, el bigote era razón de segregación.


Sin embargo, de un tiempo a acá, el bigote ya no es una razón de ser excluido de la sociedad, o al menos de cierto sector de la sociedad. Y no sólo eso, sino que el bigote y la barba, el vello facial en su totalidad es algo que (al parecer) causa admiración, es causa de conmoción y es bien visto, bienvenido y aceptado. En experiencia personal, el vello facial es incluso una razón por la cual la gente se te acerca, te da dos o tres palmaditas efusivas en la espalda y te felicita: “¡Qué buen mostacho traes ,papá!”.

Pero el vello facial no es solamente algo por lo cual sentirse apreciado y congratulado. El vello facial aporta cualidades al poseedor. Cualidades de masculinidad. Así como el que es capaz de desarrollar un vello facial digno de ser admirado se posiciona en un escalón más alto que los demás; tanto el que no lo posee, como el que lo intenta, pero no lo logra por completo, son víctimas de una desvirtualización, de una automática pérdida de masculinidad en comparación con el hombre, el verdadero hombre que sí logra desarrollarlo en su totalidad.

Aunque no es la misma burla recibida por el que lo tiene “mal”, que la que recibe el que no lo tiene. El que no logra cubrir por completo la zona “destinada” al vello facial, llega a ser destinatario de adjetivos que lo convierten en un niño, en un infante que no logra desarrollar por completo el vello facial; así como puede ser relacionado con figuras como Cantinflas, por su distintiva distribución de vello.

Ahora, la persona que por desgracia (porque, al parecer, cuando no tiene barba es algo natural, pero cuando la tiene es cuestión de arduo trabajo) y por decisión de la genética simplemente no desarrolla ningún atisbo de barba o  bigote, es receptáculo de atributos que van desde la feminidad, la homosexualidad, hasta tener “piel de bebé”. Porque, como hemos dicho, el bigote es eso: símbolo de autoridad, de masculinidad, de hombría.


 Rodrigo Palomino