Recuerdo que en mis días de adolescencia,
aproximadamente en la secundaria, para gente de mi edad tener vello facial
(sobre todo bigote, pues la barba requiere de más tiempo) era algo simplemente
mal visto. En los estratos de la clase media-alta, en los cuales me crié, el
bigote, aunque fuera tan sólo la sombra de él, te hacía ser algo parecido a un
“indio”, te colocaba automáticamente al lado de esa parte de la sociedad, tan
mal vista por las “buenas consciencias”. No había duda que esa tan pequeña zona
ligeramente poblada de vello creaba en la mente de aquellas juventudes una
semejanza con una clase social trabajadora del campo, arreadora de tierra y
cosechadora; de cara tostada y mano llagada, tan sucia para esas mentes
clasemedieras, tan indignas de compartir su mismo espacio.
¿Cómo sucedía esta transmutación de un sector de la
sociedad a otra en forma tan instantánea? No lo sabía a ciencia cierta, tal vez
los antiguos cánones del “galán mexicano” habían sido desplazados, tal vez el
arquetipo del macho en ese entonces era aquél de figura más fina, más refinada
y pulcra, o tal vez la moda (como la vida) estaba siguiendo su curso natural y
se encontraba en la parte más baja de la rueda de la fortuna, esperando llegar
de nuevo a la cima. Sin embargo algo sí estaba claro, el bigote era razón de
segregación.
Sin embargo, de un tiempo a acá, el bigote ya no es
una razón de ser excluido de la sociedad, o al menos de cierto sector de la
sociedad. Y no sólo eso, sino que el bigote y la barba, el vello facial en su totalidad
es algo que (al parecer) causa admiración, es causa de conmoción y es bien
visto, bienvenido y aceptado. En experiencia personal, el vello facial es
incluso una razón por la cual la gente se te acerca, te da dos o tres palmaditas
efusivas en la espalda y te felicita: “¡Qué buen mostacho traes ,papá!”.
Pero el vello facial no es solamente algo por lo
cual sentirse apreciado y congratulado. El vello facial aporta cualidades al
poseedor. Cualidades de masculinidad. Así como el que es capaz de desarrollar
un vello facial digno de ser admirado se posiciona en un escalón más alto que
los demás; tanto el que no lo posee, como el que lo intenta, pero no lo logra
por completo, son víctimas de una desvirtualización, de una automática pérdida
de masculinidad en comparación con el hombre, el verdadero hombre que sí logra desarrollarlo
en su totalidad.
Aunque no es la misma burla recibida por el que lo
tiene “mal”, que la que recibe el que no lo tiene. El que no logra cubrir por
completo la zona “destinada” al vello facial, llega a ser destinatario de
adjetivos que lo convierten en un niño, en un infante que no logra desarrollar
por completo el vello facial; así como puede ser relacionado con figuras como
Cantinflas, por su distintiva distribución de vello.
Ahora, la persona que por desgracia (porque, al
parecer, cuando no tiene barba es algo natural, pero cuando la tiene es
cuestión de arduo trabajo) y por decisión de la genética simplemente no
desarrolla ningún atisbo de barba o bigote,
es receptáculo de atributos que van desde la feminidad, la homosexualidad,
hasta tener “piel de bebé”. Porque, como hemos dicho, el bigote es eso: símbolo
de autoridad, de masculinidad, de hombría.
Rodrigo Palomino
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